viernes, 23 de abril de 2010







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Crónicas de Nueva York:

Paul McCartney
Band On The Run

Si existe un disco de oro dentro de lo mejor rock de todos los tiempos, ese es "Band On The Run", genial inspiración de uno de los últimos Grandes: Paul McCartney and The Wings.

El tema se estrenó en 1976 con un éxito grandioso y apabullante en todas las disqueras del mundo posesionándose por largos meses del primer lugar de las preferencias.

Recuerdo que en Lima el disco no dejó de sonar todo ese año y en el barrio los chicos llamábamos cada cierto tiempo al programa radial de Diana García para cuidar que se mantuviese en el primer lugar.
De melodía asimilable, perfecta para cantarla en coro, el disco contiene una creatividad musical formidable, registra una combinación de ritmos y variadas intensidades que bien podrían haber dado luz hasta cuatro discos diferentes.

El impacto y la resonante popularidad que tuvo Ban On The Run, avivaría el fuego del gran debate de la década: ¿Lennon o McCartney?

Para muchos, Lennon fue el genio y el artífice de los grandes de Liverpool, y en la era post-beatle ningún tema de McCartney podría igualar creaciones de suprema inspiración como Woman o Imagine.

Johnn Lennon, cuyos lentes de abuelita chocha (la gracia es de Paul) supieron proyectarle una imagen intelectual, pasaría a la posteridad como el gran autor de letras trascendentes, convertidos en himnos de esperanza, libertad y paz.

Sin embargo,y dejando a salvo mi gran admiracion por su talento, creo que la figura de Lennon fue injustamente agrandada -no lo necesitaba- en menoscabo de McCartney, especialmente a partir de su trágica muerte, que lo elevó a las alturas insondables del mito; muerte que, como todo el mundo sabe, yo lloré más que nadie.

En realidad, desde tiempo atrás mi preferencia estaba definida del lado de Paul, desde su época de Beatle, pues quien es capaz de inspirar temas tan hermosos como Let it be, And I love her, Michelle, Hey Jude,o !Yesterday!, tiene que ser un genio o venir de una galaxia superior. La aparición de Band On The Run no hizo más que confirmar mis preferencias de manera contundente.

En mi adolescencia yo percibía la imagen de Lennon y McCartney, como las de Ringo y George, envueltas en aura de leyenda y las noticias sobre sus formidables conciertos por europa y los estados unidos, que la revista Pelo nos daba cuenta en fotos grandes y sugerentes, los vislumbraba como sueños mágicos y deslumbrantes, fuera de mi alcance, una cosa de otro mundo.

Por una de esas extrañas confabulaciones que a veces teje el destino, resulté, el otoño del 2005, ya viviendo en los EE. UU., asistiendo a un grandioso concierto que McCartneyofrecía en el histórico Madison Square Garden de Nueva York, -!escenario de leyendas!- por generosa invitación de mi querida prima Ana María Rosen, fans leal y acérrima admiradora de The Beatles.

Aquélla fue una velada maravillosa. La más fascinante e inolvidable que haya disfrutado jamás en mi vida. !Mejor que en mis años maravillosos!.

Y es que esa noche sentí la música de McCartney con una emoción hasta entonces desconocida para mí, febril, con una pasión tocando el paroxismo. Oir cada tema que hizo vibrar mis días de adolescente, ya no desde el viejo tocadiscos de madera que me regaló el viejo, sino, directamente, en vivo, viendo a McCartney, !a Paul!, tan cerca, casi al alcance de mi mano, resultaba impactante, estaba ante una de los últimos Grandes, una leyenda, ante un exbeatle, !ante Paul McCartney!.

Aquella noche tan excepcional, cargada de una variedad de vivos e intensos colores, un espectacular juego de humo, una ingeniería de sonidos que atrapaba todo el Madison, una atmósfera de esplendor, en que la fábula, la fantasía y la realidad se entrecruzan de tal modo que no sabemos en qué nivel estamos, no pude tener acompañante más perfecta.

Con Ana María vivimos intensamente cada momento del concierto, saltando, bailando, gritando y cantando, como en nuestros mejores años de adolescente, las canciones que Mc Cartney nos iba obsequiando de su rico repertorio. No había esquemas ni nada que impidiese dar rienda suelta a esa desbordante emoción que nos embargaba; nuestra efervescencia se desbordó hasta a niveles increibles.

La adrelina de esa noche era contagiante, dominaba todo el inmenso auditorio compuesto por un público enteramente gringo. Pude observar a más de una fans, ya en sus cincuenta, llorar de emoción al ver por fin al ídolo amado en la juventud, y qué hermoso cuadro aquél de la hija adolescente abrazándola tiernamente de comprensión, tan igual como procede la madre ante la hija que se emociona frente al ídolo de sus amores.

Salí del Madison Square Garden fuertemente impactado por la presentación de Paul McCartney.

Y, ante una encantadora noche de otoño que ofrecía Manhattan, con el bello panorama de los empinados rascacielos de vidrio y los teatros de Broadway espectacularmente iluminados con las intensas luces de neón, preferimos con Ana María caminar a lo largo de la 6th avenue, comentando y riendo sobre cada detalle y momento del concierto.

Al llegar a la altura de Macy's, embarqué a Ana María en el taxi con dirección al Península, un lujoso hotel donde por entonces ella se hospedaba cada vez que llegaba de Miami a New York (actualmente tiene un departamento de ensueño en la exclusiva Quinta Avenida, a dos pasos y mirando a Central Park).

Mientras yo bajaba a la estación del Metro de la 33 street con rumbo a New Jersey, todavía caminando en el aire por la hermosa emoción que me embargaba esa mágica noche, no sé por qué, pero después de tantos años de no haber vuelto a leer a Calderón de la Barca, me vinieron a la memoria los inmortales versos de La vida es sueño:

"¿Qué es la vida? Un frenesí,
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción;
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son."

Nueva York, invierno del 2005

Luis Alberto Castillo.


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