miércoles, 16 de diciembre de 2009

Iconos Latinoamericanos









"Me llamo Rigoberta Menchú"
* Premio Nobel de la Paz 1992
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En el Portal del Premio Nobel (Nobelprize.org) figuran las únicas nueve mujeres que la Academia Sueca invistió con la distinción más elevada que puede recibir el género humano: el Premio Nobel de la Paz. Aparecen: la Baronesa Bertha Von Suttner, Jane Adams, Nicholas Murray Butler, Emily Green Balch, Betty Williams y Mairead Corrigan, la madre Teresa de Calcuta, Alva Myrdal, Aung Sang Suu Kyi y Rigoberta Menchú Tum.
La entrega del Premio Nobel de la Paz a Rigoberta Menchú fue en reconocimiento de su indesmayable trabajo de justicia social desplegado en favor de las comunidades indígenas de Guatemala, víctimas de la opresión sistemática y de los abusos más bárbaros por parte del ejército del Estado, y que en los años setenta, ochenta y parte de los noventa, envolvió al pueblo centroamericano en un polvorín de violentos enfrentamientos ahogando de sangre y dolor a los sectores más humildes e indefensos.
Las fuentes estadísticas señalan cifras de entre 150, 000 y 300,000 víctimas mortales, y que según los acuerdos de paz celebrados y suscritos en 1996, el 83 por ciento fueron indígenas.
La historia de Rigoberta Menchú está ligada a esa trágica historia de horror, donde gran parte de su propia familia fue víctima: obligada a presenciar cuando el ejército quemaba vivo a su hermano y el infame ultraje de su madre antes de ser asesinada; al poco tiempo, cuando el asalto a la embajada española, su padre caía asesinado defendiendo los derechos de los indígenas.
Al leer su impresionante testimonio, recogido en el libro: Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, imposible evitar que a cada paso asalte la ira ante tanta crueldad y abuso sin límites. Nunca la dura sentencia de Hobbes tuvo vigencia más cruel y nefasta: homo homini lupus: el hombre es el lobo del hombre (Leviatán).
El libro de Rigoberta fue publicado en 1983 gracias a la sensibilidad social e iniciativa de Elizabeth Burgos Debray, antropóloga venezolana afincada en Paris, en cuya casa Rigoberta encontró refugio temporal y hubo oportunidad de desahogar su doloroso testimonio. La antropóloga supo aquilatar su enorme valor de denuncia social, y entendió que el mundo debía conocerlo. Y, al contacto con instituciones culturales identificadas con el multiculturalismo, se dio luz a su publicación. Su impacto fue formidable, repercutiendo en las esferas intelectuales, en los ámbitos académicos y en los corrillos universitarios, especialmente norteamericanos y europeos de vanguardia.
Como he podido informarme directamente en conversaciones con profesionales y educadores de este país, Me llamo Rigoberta fue considerado manual obligado en diversas materias sociales y de humanidades en numerosos High School y College de Estados Unidos.
Los universitarios de Stanford levantaron el libro de Rigoberta como bandera de cambio: resultaba intrascendente seguir desempolvando culturas enterradas por los siglos y estudiando a hombres blancos y muertos cuando fuera había un mundo real y vivo por conocer, hombres y mujeres de color con un testimonio vibrante de una verdad auténtica.
El multiculturalismo llegó a desplazar al canon occidental en los estamentos académicos y universitarios norteamericanos.
Yo me llamo Rigoberta llegó a ser publicado en casi todos los idomas. La prensa, fascinada por el franco y crudo testimonio de la obra, ayudó a darle un eco de resonancia internacional.
La Academia del Premio Nobel se interesó en el testimonio de Rigoberta, y tras una ronda de entrevistas personales y las necesarias investigaciones de parte de los miembros comisionados, estimó que la humilde mujer, pequeña, regordeta, una india quiché de 33 años, orgullosa heredera de la estirpe de los Mayas, se hizo gigante ante la desgracia, participó activa y dinámicamente sin tregua por espacio de diez años, abogando por los sectores indígenas de Guatemala en las horas más cruentas del abuso, sin amilanarse, a despecho de su propia tragedia familiar, exponiendo su vida cada hora, viviendo a salto de mata . Una hija de la tragedia. Una heroína real de carne y hueso.
En 1992 se conmemoraban los 500 años desde que Cristobal Colón llegó a descubrir América ante el viejo mundo. Ningún personaje más oportuno, digno ni mejor elegido que Rigoberta Menchú para recibir la más elevada distinción que constituye el Premio Nobel de la Paz: por levantar su firme voz de protesta ante los pueblos del mundo reclamando un poco de atención, ternura y paz en favor de sus humildes indígenas.
El Premio Nobel en favor de Rigoberta, sin embargo, no estuvo rodeado de unánime aprobación. Despertó cotarro, levantó protestas y encendidas polémicas en escritores, historiadores e intelectuales, originando una amplia literatura orientada a destruir al icono al poner en tela de juicio la veracidad del testimonio y la tragedia familiar narrada por Rigoberta.
Mas, autores que no tuvieron reparo en aprobar tácita o expresamente la entrega del Nobel de la Paz (1973) a Henry Kissinger, el político que digitó invasiones y golpes de Estado contra diversos pueblos de Latinoamérica, carecen de toda autoridad moral y credibilidad para asomarse a escudriñar la vida de Rigoberta y pretender echar sombras sobre ella.
Rigoberta Menchú es un icono para los pueblos latinoamericanos, un símbolo viviente de nuestras mujeres humildes que no se doblegan y se engrandecen de coraje frente al abuso y la adversidad. La cuestionarán, negarán su heroicidad, pretenderán matar su nombre, !y no podrán matarla!.

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